venerdì 18 dicembre 2009

AL-ANDALUS, CONJUNCIÓN DE CULTURAS, Rodolfo Gil Benumeya Grimau



Fonte:
http://identidadandaluza.wordpress.com/2009/12/15/al-andalus-conjuncion-de-culturas/

En cierto modo, estas ideas vienen a continuar y a insistir en otras de trabajos míos anteriores, igualmente reflexivos , en torno al ‘hecho andalusí’ en alguno de los momentos de su historia. Parece evidente considerar que el hecho andalusí no fue uno e igual en sus épocas sucesivas, desde aquellas de esplendor político y administrativo a las de decadencia brillante, a su final granadino, o a toda la resaca que dejó tras de sí en la época morisca. Dicho esto, que es obvio, convendría seguir explorando cuales pudieron ser las acciones y reacciones que tuvo la sociedad andalusí, en esas diversas épocas, tanto de cara al interior de sí misma como frente al exterior, sujeta a los diversos estímulos que la constituían y que la rodeaban.

Al-Andalus -es decir la parte de Península Ibérica islámica que tuvo una extensión variable según las épocas- fue el resultado de una dialéctica, el producto de unos largos siglos de acción y reacción internas. El fenómeno de Al-Andalus es el de una arabización y una islamización cultural y religiosa, pero no étnica en buena medida. La arabización y la islamización se hicieron sobre amplios fondos de población civilizada, en su sentido etimológico, urbana y rural procedentes de la capa hispanorromana anterior, con elementos visigodos añadidos Es patente que el establecimiento de la población árabe fue importante, no sólo a través de sus entradas militares, que fueron decisivas, sino también de una manera continuada, emigratoria, comercial y pacífica, de colonización. Pero esto no quita para tener presente que la población anterior fue la que se islamizó y la que en buena parte se arabizó, o, por lo menos, la que permaneció dentro de la estructura política y administrativa árabe con todas sus consecuencias. Y esa población fue el esqueleto de Al Andalus y, en algún sentido, el de la Hispania cristiana conforme ésta se fue creando.

Al Andalus se presenta siempre como un fenómeno especial, distinto a los comunes. Al-Andalus fue visto al principio, por los árabes orientales, como “el lejano ocaso, el lejano oeste”, la tina hamqa, la tierra inepta como la llama Al- Ğāhiz. Los viajeros árabes se asombran de los usos y costumbres de esa tierra y de que los musulmanes sigan procedimientos y modas, por ejemplo militares, propios de los cristianos europeos. La literatura producida por los escritores andalusíes les parece de poca monta, excepto en casos extraordinarios que les causan asombro.
Estos estímulos negativos produjeron, en los comienzos, una reacción imitativa y subordinada en el hombre andalusí.

Este al que yo llamo ‘hombre andalusí’ era -como es sabido- una mezcla muy reciente de los inmigrantes árabes, que habían venido con todos aquellos prejuicios, de los bereberes, sus compañeros de cultura amazigh, y de las poblaciones mal arabizadas que procedían del fondo hispanorromano y godo; junto con las poblaciones judías. El hombre andalusí reaccionó, adaptándose a los modelos orientales, plegándose a ellos como ejemplos ideales del buen hacer y del buen decir, superando sus propias contradicciones de amalgama.

Sin embargo, también a partir del Califato y durante el siglo XI sobre todo, la reacción frente al complejo imitativo tomó el signo contrario. Fue seguramente la reforma .educativa, impulsada particularmente por ‘Abd Al-Rahmān III y sus sucesores, la que -al dar “una total preponderancia a la buena enseñanza de la lengua árabe” para obtener los cargos de la Administración- proporcionó a los intelectuales andalusíes una seguridad en sí mismos en cuanto a su cultura árabe y, por consiguiente, un podium para realzar su propia valía. Y esto ocurrió tanto entre los musulmanes, como entre los judíos y los cristianos arabizados, creando con esto el esquema de lo que después se iría a centrar en un modelo imaginario, que es el ‘paraíso andalusí’, incluyendo a Sefarad, no menos imaginaria en muchas vertientes.
Si algo tuvo Al-Andalus de edad dorada y de modelo, obedeció, sin duda, a su mestizaje, a la conjunción de sus diferencias. Al-Andalus era un producto híbrido. La pluralidad interna que siempre han tenido las Españas, unida, en aquellas épocas, a una pluralidad de religiones, tres en concreto, tuvo como consecuencia un producto cohesionado, gracias, tal vez, a que sus tensiones fueron cuerdamente resueltas -y regidas- a lo largo de bastante tiempo. Indudablemente no se trató de un paraíso, excepto en el recuerdo del bien perdido que todo lo hermosea, sino de una aplicación continuada de una idea de estado -durante la época omeya- de un equilibrio, y de la comprensión de unas gentes las unas para las otras. Duró lo que duró, y su ejemplo, no solamente su recuerdo, quedó como modelo de lo que es deseable. Pero fue un espacio plural interno, una alternativa de entendimiento básicamente hispana con ropaje semítico, particularmente árabe, que reproducía, en pequeño, intentos aglutinadores anteriores -como más inmediato el del califato de Damasco- y en donde lo foráneo, es decir lo europeo y lo africano, fue la principal causa de su disgregación y de su destrucción.

Una vez rotos los equilibrios y enfrentadas las tensiones, la edad dorada desapareció y la nostalgia la fue convirtiendo en paraíso, incluso en arquetipo.

Algo que salta a la vista -en inmediata relación con los particularismos de determinadas ciudades y regiones, y con los vínculos internos del fondo muladí, mozárabe y cristiano independiente- son, no obstante, los orígenes de la población hispanorromana sobre los que se asentaron la arabización y el islam. La mitad sur y el sudeste penínsulares habían sido la cuna de las grandes culturas prerromanas, en particular la tartesia o turdetana, a las que se habían sumado las aportaciones fenicia, griega y púnica. El interior de la Península tuvo otras culturas, muy homogéneas, en inmediato y continuo contacto con aquellas y con los mundos sociales y políticos mediterráneos. La romanización dio una cobertura homologada a todo, sin que por ello debamos pensar que sustituyó a todo, excepto en la lengua y, probablemente, en una conciencia de comunidad cultural imbricada con la pluralidad básica. La romanización, que tenía mucho de oriental en sí misma, continuó durante unos años con la bizantinización del sur peninsular. Y a una, y a otra, vino a completar, que no a suplir, la arabización, que era otra hija de la romanización en buena parte y que había bebido en las mismas fuentes.

Lo godo dentro de Al-Andalus se juntó con lo hispanorromano, imbricado, como ya estaba, con el fondo hispano durante los últimos tiempos de la monarquía visigoda; y lo judío ya estuvo presente durante el período de la romanización -traído por ella o procedente de épocas prerromanas- con lo cual el conjunto quedó completado, formando ese fondo del que venimos hablando. El ‘nacionalismo’ andalusí, basado en este fondo, es lo que pudo manifestarse durante el Califato, durante la propia división de las Taifas, en los reinos cristianos peninsulares del momento, e incluso en lo que nos quedó de Al- Andalus para la época moderna.

La reforma administrativa y educativa, emprendida por ‘Abd al-Rahmān III y sus sucesores, junto con el peso de una nueva clase social, la de los libertos, ajena a las familias tradicionales árabes y a su poder, hizo que la preponderancia política de estas familias se viera muy disminuida, igualada prácticamente por los andalusíes del fondo hispanorromano, por los propios saqãliba o libertos y por algunos bereberes. Lo andalusí pasó a ser fundamentalmente andalusí, de forma árabe pero no de importación. Creo que esto ya se venía dando desde hacía mucho tiempo, pero probablemente fue el concepto de estado integrador omeya lo que precipitó el fenómeno, junto con la voluntad y el ejemplo de los mismos grandes califas. El concepto de estado integrador e igualador sobrevivió a la caída política del Califato, y todos los régulos de Taifas quisieron mirarse en él y en cierto modo considerarse unos meros representantes suyos, los virreyes de un califa ausente, más que sus sucesores siempre locales.
Los almorávides, que vinieron del Magreb a partir de la fitna califal, fracasaron en la Península, pese a la decisiva influencia andalusí dentro de sus modos y Administración prolongada y aumentada con los almohades, porque no vinculaban todas las contradicciones internas peninsulares frente al exterior; sino que ellos eran el exterior. Lo que la sociedad de la Península necesitaba era un Estado atípico, al estilo del que había empezado a formarse bajo el Califato. Alfonso VI y Alfonso VII pretendieron rehacerlo bajo una forma cristiana y más feudalizada; Alfonso X y, más tarde, Pedro I, incluso los Trastámara, oscilaron en lo mismo; y esto sólo entre los reyes de Castilla-León. Su modelo y su pensamiento fueron en buena parte los de un estado integrador, común a todos los hispanos, cristianos, musulmanes y judíos, con sus personalidades y sus culturas a cuestas. Se trataba de un modelo peninsular.

A fortalecer este modelo vinieron a juntarse los mozárabes, o sea los cristianos andalusíes arabizados, los musta’rib-musta’aribīn, que habían ocupado todo tipo de cargos públicos, con libertad de culto, e incluso responsabilidades militares, antes, durante e incluso después del Califato muy en contacto con los cristianos independientes de los reinos del norte, y con los muladíes o antiguos cristianos hispanorromanos o visigodos como ellos mismos pero islamizados. Los mozárabes perdieron peso y fuerza con la entrada de los almorávides, y buena parte de ellos emigró a los reinos cristianos.
Es de todos sabido que el Islam ve a los judíos y a los cristianos como los Hombres del Libro, la Torah y el ́Inğīl o Nuevo Testamento, o sea la Biblia, sagradas escrituras como el Corán; y en consecuencia con plena potestad de ejercer sus religiones. En la época califal de Al-Andalus tuvieron esta libertad bajo la autoridad de sus rabinos y de sus obispos. Protegidos bajo el estatuto de ‘dimmíes’, pagaban únicamente unos determinados tributos y ejercían, como he dicho antes, toda clase de profesiones, cargos e instituciones, así como poseían sus sinagogas e iglesias. Evidentemente todo esto continuó en el periodo de los llamados Reinos de Taifas –ṭawā’if- e inmediatamente antes, durante la complicada caída del Califato y su división que se pretendía circunstancial, o sea el tiempo de la fitna, pero se produjo una brecha importante bajo la corta dominación de los almorávides del sur magrebí y mantuvo unas ciertas dificultades bajo la larga incorporación de Al-Andalus al imperio marroquí de los almohades. Los mismos almohades y sus sucesores los meriníes y wattasíes mantuvieron en Marruecos milicias mercenarias cristianas que en parte, probablemente, eran de cuño mozárabe, siendo conocidas por el genérico de Farfān, del que, transformado en nombre de familia, aún quedan personas en Fez. Mozárabe quizás fue el real y legendario co-fundador del reino de Portugal, un ricohombre de nombre Egas Móniz. Y al propio Rodrigo Díaz de Vivar se le atribuye a veces un origen mozárabe, lo que seguramente no es cierto pese a su arabización manifiesta, muy común por otra parte en muchos de los caballeros castellanos de estas épocas, como en su propio sobrino Munaya Álvar Fáñez, e incluso en los reyes.
Los mozárabes conservaron dentro del territorio musulmán y en los reinos cristianos muchas de las antiguas iglesias visigodas, y les dieron un sello propio. Construyeron otras a las que aportaron, junto con bastantes elementos innovadores, producto de su mestizaje cultural con lo árabe y musulmán, características singulares no solamente artísticas, contribuyendo a cambiar las costumbres y los modos de vivir en los reinos del norte y centro peninsulares, y manteniendo su rito religioso hasta nuestros días aunque sea de forma testimonial.

Respecto a la tercera cultura y tercera religión de Al-Andalus y de los reinos cristianos posteriores, es decir la de los judíos, presentes ya e influyentes durante el reino visigodo y la ocupación bizantina, su venida y su establecimiento en la Península Ibérica son inciertos. Según sus propias fuentes pueden haber llegado durante la época del rey Salomón hijo de David, en viajes comerciales conjuntos con los fenicios hacia Turdetania o Tartessós, Taršiš, la mencionada en el Antiguo Testamento, estableciendo colonias conjuntas. Pero es con el imperio romano y, sobre todo, después de la Diáspora, cuando los judíos parecen haber tenido una masa de población significativa y fuerte; muy ligada al pueblo hispanorromano y dotada de vínculos interactivos con las comunidades judías del norte de África procedentes de Palestina o bereberes convertidas. Durante el reino visigodo las relaciones entre la aristocracia germánica y la comunidad judía pasaron por momentos de ruptura y de persecuciones visigodas, recibiendo los judíos por lo general el apoyo de los hispanorromanos y de sus congéneres hebreos del norte de África.
En estas circunstancias el surgimiento del Islam entre los árabes –que no es sino la ‘reactualización’ árabe de la idea de Dios Único semita, por decirlo de algún modo- cambia todas las situaciones. La rápida extensión del Islam por todo el norte de África, las conversiones voluntarias masivas entre los bereberes, la autoridad y el sentido de gobierno del imperio árabe omeya de Damasco, recién estrenado, hicieron que prácticamente de pronto una idea religiosa similar a la mosaica y similar a la arriana, que había sido la religión de los visigodos hacía poco, se plantara frente a la Península Ibérica.

Los visigodos estaban divididos en una especie de guerra civil aristocrática entre los más conservadores y germánicos, y los más próximos a la población hispanorromana y a su cultura, junto con las tensiones internas que se mantenían entre los antiguos arrianos y los nuevos católicos convertidos por orden monárquica. En el momento en que se produce la entrada de los musulmanes, el rey visigodo Rodrigo representaba al bando conservador tras de la muerte del rey Vitiza, de talante contrario; y los hijos de Vitiza mantenían una rebeldía larvada, tolerada por la inseguridad de Rodrigo, que les permitía ocupar altos puestos militares y eclesiásticos en el sur y en el este de la Península.
Es pues muy verosímil que los hijos de Vitiza hayan preparado una sublevación, buscando la alianza de los musulmanes establecidos al otro lado del Estrecho y que lo hayan hecho a través de las comunidades judías de la Península y del norte de África, y de sus propios partidarios y dignatarios de origen bereber, como el conde Olián –el don Julián de las leyendas y romances- gobernador visigodo de Tánger.
La batalla de Guadalete o de la Janda es más bien un choque entre visigodos, puesto que las fuerzas mandadas por los hijos de Vitiza se revolvieron contra Rodrigo auxiliadas por los musulmanes desembarcados hacía poco. Las ciudades fueron cayendo rápidamente unas tras otras y, conforme avanzaba el ejército vencedor, tropas judías se encargaban del cuidado y defensa de las plazas. Ya sabemos que el planteamiento inicial cambió y que fue el Islam, tras de esta nueva expansión tan fácil y en cierto modo tan compenetrada con judíos, hispanorromanos y una amplia parte de los visigodos, el que estableció su gobierno, dando lugar a Al-Andalus. Muchos visigodos y muchos hispanorromanos se fueron haciendo musulmanes, y se les llamó muladíes, otros mantuvieron su cristianismo y se arabizaron paulatinamente dando lugar a los mozárabes que hemos visto. Los judíos quedaron también bajo el gobierno árabe, primero dependiente de Damasco, luego independiente con el Emirato y Califato omeyas, las Taifas, los imperios almorávide y almohade y el reino de Granada. Toda la vida de Al-Andalus. Para ellos, toda la vida de Sefarad.

Sefarad –Al-Andalus judío- fue probablemente la mejor época y más fructífera de la dispersión hebrea de la Diáspora. Los sefardíes destacaron en todo, ocuparon los más altos cargos, cultivaron la mística, la ciencia, la medicina, la filosofía, la literatura; fueron primeros ministros, diplomáticos y gobernantes como Ḥasday ben Šaprūt con el califa ‘Abd al-Raḥmān III, los Ben Nagrella en el reino de Taifas de Granada, Yehudā ha-Levi en el reino cristiano pero arabizado de Castilla… Y por supuesto el cordobés Mošē ben Maymōn, Maimónides, filósofo y médico universal del periodo almohade, entre una pléyade de ingenios de todo tipo.

He hablado de la arabización lingüística y cultural de la época omeya y a partir de ella, pero sabemos que existía un bilingüismo coloquial: la gente hablaba también en dialectos romances, incluso la nobleza de origen y cuño árabes, cantaba en ellos, y denominaba muchas cosas de la vida diaria en ellos; y en ellos se entendía con los cristianos del norte, bastantes de los cuales, a su vez, hablaban y leían árabe. Es muy posible que estas hablas romances y una inter-lingua árabe coloquial se hayan mantenido hasta tiempos muy avanzados, cosa que se empieza a estudiar.

Todas estas muestras de mezcla -mezcla de razas, mezcla de lenguas y, de culturas- esa adaptación, apropiación y en cierta medida ‘nacionalismo’, son las que caracterizan el fenómeno andalusí y que contrarían las corrientes procedentes de Europa, resistiendo también a las corrientes reformadoras islámicas del Magreb, y manteniendo el fenómeno andalusí incluso durante la Baja Edad Media. Las circunstancias de la mezcla son las que configuran a Al-Andalus como tal y las que caracterizan, a su vez, a los mismos reinos cristianos vecinos -parientes, aliados y enemigos- en una dinámica que transciende, a mi juicio, la meramente defensiva u ofensiva de las fronteras móviles. Unos reinos cristianos que, a pesar de las influencias feudales europeas, más patentes en unos que en otros, son algo especial, distinto y propio de cohabitación, por expresarlo de alguna manera. El espíritu andalusí, por cuanto parece haber nacido y crecido más que nada en Al-Andalus, habría pasado a los reinos cristianos no sólo a partir de los condados fronterizos y primitivos reinos cristianos, sino también por el propio entramado étnico interno.

Los reinos cristianos peninsulares me parecen, igual que el mismo Al-Andalus, un hecho diferencial. La continua inclinación de los monarcas por el asentamiento urbano obedece, por supuesto, a una compensación del poder real frente al poder de la nobleza, y a la repoblación, pero también a una continuación en el uso de modelos que venían de Al-Andalus La especial protección que los monarcas cristianos peninsulares dieron a sus súbditos musulmanes y judíos no era la habitual en Europa. Por el contrario, durante la presencia de cruzados europeos en las guerras peninsulares, los reyes se esforzaron, a veces de manera impositiva, en proteger a aquellos súbditos de las depredaciones a las que querían someterles los cruzados, por considerarlas naturales en Europa, y en unas guerras que ellos creían de religión y expolio por lo menos en parte.

No hay nada más diferente del cumplimiento de las Capitulaciones, que los reyes cristianos peninsulares pactaban con las ciudades islámicas que iban conquistando, que la toma, saqueo y genocidio obrados por los cruzados en Barbastro, por ejemplo. Ni era habitual en Europa que hubiera consejeros y altos cargos judíos y musulmanes, o tropas islámicas, al servicio de los reyes cristianos y estados peninsulares, como ocurrió hasta el final de los Trastámara anteriores a los Reyes Católicos.

Conforme los grandes reinos cristianos fueron ocupando territorios musulmanes de Al-Andalus –a partir más o menos de la conquista de Toledo en 1085 por Alfonso VI- el sistema de Capitulaciones del que hemos hablado se generaliza. La población musulmana que queda bajo dominio político cristiano pacta unas condiciones de libertad religiosa, libertad de jurisdicción, usos y costumbres, que la transforma en mudağğan –sometida- de donde viene el término ‘mudéjar’. Esto ocurre durante varios siglos con alternativas que son normalmente de diálogo y de convivencia mutuos, a veces de diferencias, hasta que, después de la conquista del Reino de Granada por los Reyes Católicos, la parte cristiana rompe de forma represiva y expoliadora las Capitulaciones y, a partir del cardenal Jiménez de Cisneros, obliga a los mudéjares –los antiguos y los nuevos- a convertirse al catolicismo masivamente y por la fuerza o a emigrar, al tiempo que se destruyen sus libros y su civilización . Los judíos sefardíes ya habían sido obligados a lo mismo, e igualmente expoliados, unos años antes por los propios Reyes Católicos.
Sin embargo, era tal la fuerza de lo andalusí en muchas de las manifestaciones normales del pueblo español, que lo que se acostumbra a llamar arte mudéjar y mudejarismo se desarrolla de modo espléndido desde el siglo XIII, más o menos, hasta el XVI, y en la América hispana hasta el XIX, sobre todo en arquitectura. Lo mudéjar puede considerarse como la gran aportación española al arte arquitectónico universal y a las formas y estilos del arte de la construcción. Incluso, a finales del XIX y en pleno siglo XX se produce una reactualización neomudéjar en varias partes de España, y algunas de sus características persisten por típicamente españolas hoy en día.

La convivencia y el debate, en definitiva el diálogo, han sido durante siglos un patrimonio característico de la sociedad española y, en general, de la sociedad peninsular. Nuestros grupos humanos crearon modelos que fueron ensayados, estilos que se entremezclaron, savias que acertaron a dar animación a un fruto común de tan amplio legado como Al-Andalus, uno, vario y persistente. Desgraciadamente, habiendo sido conquistado el Reino de Granada, comienza un complicado y difícil tiempo para España en su conjunto y para los españoles musulmanes en particular. Es la época de los moriscos, de su literatura aljamiada, de las persecuciones, la presión y el esquilmo. Persecución y esquilmo no sólo contra los musulmanes, sino contra los conversos y los erasmistas, los luteranos, etc., considerados todos como herejes y dignos sujetos de muerte o expulsión.

A partir de las conversiones forzosas de los mudéjares empiezan los moriscos.

El sentimiento morisco, aunque diferencial –como ya he dicho varias veces- es esencialmente español, pero musulmán. Los moriscos son la última parte de Al-Andalus, sus últimas manifestaciones vivas que no terminaron con la caída del Reino de Granada, sino que se continuaron con la actividad de unas gentes dispersadas a la fuerza fuera de la Península Ibérica, o presentes dentro de ella de una forma más bien callada. Como es sabido, los moriscos adoptaron la resistencia pasiva de cara a las Autoridades gubernamentales y católicas, usando varias veces del pago de dinero a la Corona y a otras jerarquías. Emplearon la ṭaqiyya u ocultación de la fe frente a la persecución católica, método autorizado a través de fetuas o dictámenes religiosos dados por ulemas del norte de África. Usaron del sincretismo religioso y de la intoxicación como es el caso de los libros plúmbeos del Sacromonte. Y enviaron escritos muy razonados y de gran altura política, incluso con vigencia actual, como la carta del príncipe Nuñez Muley a las mayores autoridades cristianas.

Pero además buscaron la protección de la nobleza acristianada de origen morisco o de alguna nobleza cristiana-vieja, y de parte de la Iglesia, interesadas en que no abandonaran sus tierras y profesiones y dejaran de producir riqueza. Recurrieron abundantemente a la conservación de la fe a través de la fórmula mixta de propagación que era la literatura aljamiada. Trabajaron mucho y procuraron capitalizarse y crecer en población… Se agruparon en forma de cofradías dedicadas al culto de la Virgen y de Jesús, personajes ambos reverenciados en El Corán. Hicieron proliferar vaticinios de esperanza que auguraban la vuelta de los tiempos anteriores…

De otro lado, sin embargo, mantuvieron vínculos constantes y fáciles con el Magreb, también con el imperio Otomano y con varios países europeos, como Francia, Alemania, Italia y Portugal evidentemente. En muchas circunstancias y momentos, “se echaron al monte”, como se dice en español castizo, formando partidas de guerrilleros que mantenían una lucha viva aunque cruel, sobre todo en el reino de Valencia y en el de Granada. Y se sublevaron varias veces. La más importante y conocida de estas sublevaciones es la que dio lugar a la Guerra y reino de las Alpujarras, muy dura y muy difícil, con varios miembros de la familia omeya a la cabeza.

En los primeros años del siglo XVII -no sin bastantes resistencias interiores de algún sector de la nobleza e incluso de personajes y estamentos eclesiásticos- la Corte de Madrid promulgó el decreto de expulsión de los moriscos, que fueron obligados a quitar su patria y a dirigirse sobre todo hacia el Magreb. Recientemente se han analizado varios vectores de la política de los Austrias respecto a los moriscos y las oscilaciones de esta política, sus causas internas y externas, y de ello se deduce que la división de criterios fue patente. Y también se ha analizado la participación de profesionales moriscos en episodios de la vida peninsular como la Armada Invencible, y en la derrota del rey don Sebastián de Portugal en Marruecos, o de la vida africana subsahariana como en la conquista de Tombuctú y en las huellas étnicas y culturales que dejaron allí hasta ahora.

Los moriscos crearon e hicieron funcionar durante más de medio siglo el Estado morisco de Salé la Vieja, en Rabat, una nueva patria con relaciones internacionales europeas y con la misma España e Felipe IV. Otras nuevas patrias hubo en Tetuán, en Chauen, en Tremecén, en Túnez, patrias adoptivas.
No todos se fueron al Magreb, sin embargo. Hubo una emigración fuerte, no cuantificada hasta ahora, al imperio Otomano, lo mismo que habían hecho muchos sefardíes.

La Civilización que queremos vivir nos lleva a un mundo global y es simplemente la suma y la mezcla de las civilizaciones. No puede haber choque de civilizaciones y de hecho nunca lo ha habido, sino interpenetraciones o amalgamas. Al-Andalus es un claro ejemplo de un proceso así, y lo ha sido el propio continente americano. No hay choque de civilizaciones sino desconocimiento y el desconocimiento es disoluble con el tiempo, con la enseñanza en unos y en otros, con la comunidad de intereses y con el diálogo.

Todo lo cual se resume en la necesidad imprescindible de una información cierta, de una traducción cierta de conceptos dada con una terminología lúcida, sin seguir empeñándonos en añadir veladuras y viendo lo poco que hacemos por favorecer nuestras semejanzas y lo mucho que hacemos por reanimar nuestras diferencias con otros países y otras vertientes de la fe. Esto último es el analfabetismo histórico-cultural que practican hueca y presuntuosamente algunos políticos y algunos religiosos de varias tendencias, en lugar de ser responsables ante la verdad, de revalorizar la política o la religión y de enseñar a la calle.
La “alianza de civilizaciones” que preconizan España y Naciones Unidas, no es sólo un abrazo sino que también representa la alianza de los egoísmos bien concebidos porque son los de la supervivencia, los del desarrollo, como he dicho, y del enriquecimiento de los valores aprendidos o heredados los unos de los otros. Es la convivencia en la diversidad, en donde no cabe más enfrentamiento que el de la palabra y por esto esa palabra tiene que ser veraz, útil, clara, bien vertida de unas lenguas a otras; es decir, la propia del concepto que se quiere expresar y por la que se pretende entender a los otros, ser entendido e informar. Un tesoro a compartir, si cabe, entre Sancho Panza y su amigo y vecino el morisco Ricote.

Al-Andalus fue el resultado de una polémica razonada y vivida, de una conversación continuada y de la traducción correcta de los intereses propios; y es por eso que ha quedado como paradigma ideal para muchos pueblos y modelo eventualmente readaptable.

La “alianza de civilizaciones”, que mencionaba antes, es una continuación de este arquetipo pero proyectado a lo largo y ancho de este mundo global y visto como deseable esquema de futuro para todos.
En principio, el esquema deseable se basa en dos realidades: la del entendimiento de los pueblos y, por añadidura, el acuerdo y el equilibrio de sus gobiernos, sus economías, sus políticas y sus diplomacias; y la de las minorías de sentimiento compartido, que de momento son minorías pero que van creciendo y es de esperar que se difundan mucho más rápida, y eficaz.