Fonte: http://www.webislam.com/?idt=14580
Se ha presentado la tercera edición de la celebrada y comprometida “Historia General de Al Andalus: Europa entre Oriente y Occidente” de Emilio González Ferrín. Un éxito sin precedentes para una publicación científica e histórica, que ha tomado como referencia un nuevo paradigma y que ha abierto el debate entre islamófobos e islamómatras.
Emilio González Ferrín ha tenido la amabilidad de enviarnos a P36 el prólogo a esta tercera edición que publicamos a continuación:
“Desde que en 2006 se publicó por vez primera esta Historia General de al-Andalus, las numerosas presentaciones de sus dos ediciones han generado un cierto debate. Los principales elementos de discusión suelen ser dos ideas en las que se tiende a resumir el libro: una remite al subtítulo –Europa entre Oriente y Occidente-; la otra es la recurrente afirmación, incluida en estas páginas, sobre que los árabes no invadieron la península ibérica. Acerca de la primera no cabe mucha más explicación, dado que se ha convertido más en elemento ideológico que científico. Así, nuestra propuesta de al-Andalus como componente y fuente cultural de Europa choca con un prejuicio de gran predicamento: la idea de que los sujetos de la historia son las religiones, inamovibles desde el pasado más remoto. Ese nacionalismo religioso tiende a la forja de identidades por exclusión, procediéndose a construir una visión del mundo ordenada y militante. Al parecer, o se es musulmán y se hereda todo lo islámico pasado, al servicio de la insurgencia revolucionaria contemporánea, o se es de un Occidente –a veces asimilable a cristiano- constituido merced a la erradicación de lo oriental, siempre invasor y una vez expulsado de Europa.
Esa infantil y malintencionada percepción generalizada de prietas las filas es completamente ajena a nuestra teoría de la historia, y no merece la cosa ulteriores consideraciones intelectuales al ser materia de opinión y no de formación. Pero sí merece ser considerada una cierta producción literaria emanada de tal polémica, por cuanto trasluce de tema de nuestro tiempo y, como tal, sometido a un siempre fértil toma y daca de publicaciones.
La bienvenida francesa al ensayo de Sylvain Gouguenheim nos sirve aquí de arranque: en su Aristóteles en el Monte Saint Michel (2008), este autor descubre las traducciones que Jacques de Venecia hiciera del pensador griego en la citada abadía allá por 1127. Tal dato le sirve para anular la labor intelectual andalusí como continuadora del elemento cultural griego, y así desestimar toda aportación islámica al constructo europeo. Pero Gouguenheim no tiene en cuenta la escasísima repercusión de tal versión, en tanto el propio Tomás de Aquino llama a Averroes el comentador (de Aristóteles), la lectura del cordobés es prohibida en París por librepensadora, e incluso el de Aquino encarga otras traducciones del griego para cotejar las árabes, omnipresentes. Es decir: descubrir otra fuente más de cotinuidad histórica no anula las ya existentes. Por otra parte, Gouguenheim tiene páginas realmente iluminativas sobre la transmisión del bagaje clásico desde Oriente a Occidente, pero le vence el nacionalismo religioso al podar toda aportación cristiana en árabe y negar su adscripción a la civilización islámica.
En cualquier caso, la abrumadora bienvenida al libro de Gouguenheim en Francia dice mucho de las ganas que se tenía a un ensayismo previo conciliador de historias y presentes; las obras de Libera, Benoît, Micheau, Arkoun -así como las traducciones francesas de los libros de Menocal y Vernet-, en que se traza la línea sin solución de continuidad desde la Edad Media hasta el Renacimiento a través del Islam. En España, nuestra versión de droite divine bebe de las mismas fuentes telúricas del continuado y natural enfrentamiento entre religiones, olvidándose que el enemigo musulmán es reciente por haber sido otro el enemigo hasta ayer mismo: la encarnizada amenaza de Occidente era el rojísimo. Este, destructor de valores y fundamentos, por lo que difícilmente podemos trazar continuidades en este sentido, a no ser que la continuidad se refiera, sin más, al deseo de forjar enemigos. Es larga y variopinta nuestra nómina de intelectuales atrincherados en el no pasarán frente a un al-Andalus, sinónimo así de al-Qaeda. Se engloba aquí a la sorpresa académica de Serafín Fanjul prologado por Miguel Ángel Ladero Quesada, el de Simancas. Fanjul sorprendía, así, al ser un magnífico arabista comprometido y juramentado, repentinamente, con la idea de que la insurgencia iraquí, el terrorismo islámico y al-Andalus son parte de un todo amenazante y rechazable.
Fanjul nada en la misma corriente que nombres como la premiada en 2008 con el Jovellanos de Ensayo, Rosa María Rodríguez Magda, en cuya obra riza el rizo del ninguneo negando la mayor; la propia existencia de un legado cultural adjetivable como andalusí. Pero también se suma a lo anterior el apoyo logístico de gran parte del mundo político, académico e intelectual en general: véase el cruzadismo inexplicable de nombres influyentes como Gustavo de Arístegui, Gustavo Bueno, Rodríguez Adrados y un larguísimo etcétera a los que no chirría el rechazo en bloque a universos culturales que ya no van nunca a comprender. En particular, los dos últimos consideran compatible el malditismo de lo islámico y la defensa a ultranza de lo greco-latino, como si no fuera todo parte de lo mismo.
Pero, en este caso, la versión española reviste un último matiz nada desdeñable: la patente preocupación por la identidad, unidad y cohesión histórica de España. Es decir: patrias como obligaciones del pasado, más que como proyectos de futuro. En este sentido, el inherente pelayismo de nuestro hoy interpretador del ayer se esgrime como única explicación posible del día a día: España, según esto, se habría forjado desde un embrión salvífico en Covadonga hasta el regalo del destino de Granada –1492- por nuestro esfuerzo reconquistador. Por lo mismo, al-Andalus no sería elemento constitutivo de España sino huestes por fin vencidas y expulsadas. España se habría forjado frente a al-Andalus, que no a partir de él –léase la larguísima proclama del evangélico César Vidal-. Y su vestigio se circunscribiría a ciertos elementos folklóricos de una Andalucía –por lo mismo- indolente. No hay mucho más que comentar es esta historia de cromos y estampitas, buenos y malos.
Sobre la segunda idea, así encadenada, -si los árabes invadieron o no la península ibérica-, el debate no es menos profundo y merece alguna disquisición. Pero aquí no andan en juego ideologías previas como en el caso anterior –pasionales, personales, nacionalistas- sino el seguimiento –acatamiento- o no de una cierta historia oficial. Por tal razón, resulta oportuno incluir una palabra previa que encuadre el sentido histórico de al-Andalus tal y como es percibido en este libro, así como algunas contradicciones de esa historia oficial, todo ello según el procedimiento seguido en estas páginas: la ninguneada historiología, según la practicó Américo Castro, la definió Ortega y Gasset, así como es cultivada en gran parte del mundo: teoría de la historia, identificación de patrones y mitos, etcétera. Trataremos estos tres puntos en orden inverso al aquí enunciado.
Comenzamos, así, por el tercer aspecto, la historiología: mucho se ha criticado el método historiológico al tomarse la llamada heurística –búsqueda de fuentes o denuncia de su inexistencia- y confundirla con explicaciones perfectas y completas de imposible factura. Pero la heurística es la gran pregunta previa de todo científico que se precie, incluido el historiólogo. Y por más que la paternidad del término historiología sea aún objeto de discusión, la ciencia que propone no es la historia sin los archivos, sino la pregunta que no se hace el mero legajista. Suele atribuirse a Martin Heidegger la separación entre Geschichte en alemán –sucesión de hechos, que vendría de geschehen, ocurrir-, e Historie, del latín historia –relacionada semánticamente con el griego episteme; aprender preguntando-. Ese segundo concepto -teorizar la historia-, correspondería a la historiología, que pretende así animar al historiador a que sea algo más que recopilador de hechos. O, al menos, que recopile hechos contrastados. Mal que le pese a algún pobre legajista, el mundo es muy grande y hay cosas que no aparecen entre las fichas del Archivo General de Simancas.
La clave en la lectura historiológica que nos ocupa es el cambio de paradigma, el mismo concepto que aplicó Darwin al estudiar el origen de las especies. Al interpretar al-Andalus, el llamado evolucionismo, o incluso el gradualismo, se oponen a la percepción catastrofista de los orígenes. Que las cosas se produjeron de un modo bastante más acorde a las circunstancias que las provocaron y no a la postura contemporánea que se tenga con respecto a aquellos hechos. Así, nuestra interpretación cambia de paradigma tomando partido por el procedimiento de Américo Castro en aquel Ensayo de Historiología que tuvo que publicar en Nueva York en 1950. Tomando partido por las aportaciones de una generación que se expresó sin aquella ideología de prietas las filas antes aludida. El tiempo en que Stephen Gilman, Antony van Beysterveldt, Samuel G. Armistead, Marcel Bataillon o James T. Monroe comprendían la maestría de procedimiento de un español –a la sazón, el citado Américo Castro-, en tanto un racimo de españoles florecían fuera de las aulas de su tierra: Francisco Márquez Villanueva o Juan Marichal (Harvard), Vicente Llorens (Princeton), Francisco Marcos Marín (Montreal), Guillermo Araya o Julio Rodríguez-Puértolas (California), Manuel Durán (Yale), y otros –algunos, muy pocos, volvieron- que supieron aunar filología e historiología desde unas latitudes ajenas al constructo hispano de godos, católicos y unidad. Entretanto, aquí se forjaban especialidades sin conexión entre sí o el exterior, validando el dicho aquel atribuido al doctor Letamendi, según el cual el médico que sólo sabe de medicina, no sabe ni de medicina.
Nunca ha sido éste un libro iniciático o de creación, sino continuista y deudor de un sinfín de aportaciones que no tienen por qué ser ni siquiera consecuentes en bloque. Es decir: podemos comprender la crítica que Goytisolo o Pierre Guichard hicieron de las tesis de Olagüe –cada una en términos y por motivaciones diferentes-, o el revisionismo actual sobre el compromiso corporativo de Asín Palacios o García Gómez con un cierto régimen. Podemos criticar la obsesión gótica de Unamuno, Ortega y Gasset y Maravall, el cruzadismo de Menéndez y Pelayo o la inventiva de Menéndez Pidal y su equipo. Pero no podemos pasar por encima de todos estos nombres sin profundo subrayado de ideas nuevas que aquí y allá destacan a lo largo de sus respectivas obras y que no van a ser desestimadas por otras ideas incomprensibles que los mismos autores puedan expresar. Nada hay más acientífico que ser estrictos y apriorísticos en la consecuencia, incólumes en la afinidad o el rechazo; seguramente porque ni la vida ni la historia tienden a la estricta coherencia.
El segundo aspecto que anunciábamos tratar aquí era algunas contradicciones de aquella historia oficial. En gran medida, la huera recopilación de hechos que nos han enseñado en relación con al-Andalus se basa en paradigmas –esquemas, patrones- de viejo predicamento en el Mediterráneo. Tres ejemplos servirán como botón de muestra: la invasión del 711 por traición asociada a la ofensa de don Rodrigo a la hija de Julián se parece demasiado a las causas literarias de la Guerra de Troya en la Ilíada; la cinematográfica aparición del último de los Omeyas de Damasco por las playas occidentales de 756 tras sus escalas norteafricanas se parece demasiado al arranque narrativo de la Eneida de Virgilio, con aquel Eneas –último de los troyanos- siguiendo rutas semejantes. Por último, el periplo de los diez mil sirios rodeados en el norte de África y finalmente asentados en al-Andalus recuerda en demasía a la Anábasis de Jenofonte.
Todo ello muestra la coherente transmisión de ideas y relatos en el mundo greco-latino y sus periferias, partiendo –qué duda cabe- de que el Islam es una civilización helénica al menos hasta su mayor orientalización –por el abrumador elemento persa- a principios de los 800. La muy tardía época del primer gramático del árabe –Sibawaihy, m.795-, el testimonio en griego de Juan Damasceno –m. 750- y las cartas latinas del cordobés Eulogio –m. 859- ponen en entredicho la fijación de un canon coránico o la arabización de Occidente antes del año 800. En tal caso, ¿en nombre de qué o en qué idioma pudo producirse cuanto quiera que se produjese en 711?. Ésta es la base de nuestro rechazo a una invasión árabe o en nombre del islam, o –siquiera- compuesta por bereberes que, al fin y al cabo, en esa fecha no eran aún los hombres azules del desierto que llegarían casi tres siglos después. Beréber es transcripción de barbarus –latín- o barbaroi –griego-; bereberes serían, así San Agustín, Masinisa, Yugurta o Apuleyo; sin turbante azul ni té verde.
Este rechazo a la versión oficial de un creacionismo andalusí se basa también en la pregunta historiológica por excelencia en esta materia: ¿por qué no se habla de invasión islámica hasta crónicas tan tardías como el Ajbar Machmúa –a mediados de los 800- o las llamadas Crónicas Asturianas –más tarde del 880-? ¿Por qué el débil testimonio de ese hapax documental que es la mal llamada Crónica Mozárabe –en torno al 754- resulta ser el único fiable cronológicamente y no incluye términos como islam, Mahoma, musulmán, Corán, pero se dedica a criticar las versiones encontradas de los cristianos peninsulares? ¿Por qué una tierra tan culta no escribe sobre la tragedia única y localizada del 711 hasta –al menos- ciento cincuenta años después?. Ése es el interrogante fundacional que inaugura la secuencia de dudas y cuestionamientos que se suceden en este libro. (La alusión a la denominación mozárabe –mal llamada- responde a que tal término significa arabizado; lo último que querían ser los resistentes al avance de la arabización andalusí. Ni el impulsor del término, Simonet, ni el catalogador de la Crónica Mozárabe, Menéndez Pidal, tuvieron esto en cuenta).
Y por concluir con este aspecto anunciado, definiremos al-Andalus como el desarrollo de la culta Hispania que no quiso o no pudo sumarse a la fundación de una Europa concreta por parte de Carlomagno. Hispania siguió por su senda mediterránea, en tanto era el resto de Europa la que se distanciaba. Al-Andalus es el maquis europeo de las herejías cristianas orientales, a las que se sumará para continuar al Imperio Romano de Oriente por otros medios: dar al-Islam. Nos haremos eco de la afirmación de Andrés Martínez Lorca: llamar nuestra a la cultura de al-Andalus supone una ruptura con aquella manipulada educación colectiva en la que fuimos instruidos. Y destacaremos, por entre el mar de preguntas, afirmaciones tales como:
- Al-Andalus se inserta en el constante proceso de orientalización de la Península Ibérica, del que también forma parte la cristianización.
- La arabización es un lento proceso paralelo que afectó a todo el Mediterráneo sur.
- Al-Andalus no dependió de ningún poder extranjero hasta las invasiones norteafricanas del siglo XI.
- El norte de España no formó parte de Al-Andalus por sumarse a un cambio gradual europeo iniciado en 800 con Carlomagno.
- Esa elasticidad de límites territoriales andalusíes generó el concepto de frontera, esencial en la formación de la cultura hispana.
- Sólo el sentido de estado de Almanzor –en torno al año 1000- forzaría al norte de España a definirse por exclusión del sur.
- Tanto los reinos cristianos del norte como al-Andalus sufren procesos alternativos de centralización y descentralización.
- La definitiva descentralización andalusí de los reinos de Taifas (1031) marca el momento de máximo esplendor cultural de nuestra Edad Media, aún árabe en gran parte durante cuatro siglos y medio más.
- La entrada de Alfonso VI en Toledo en 1078 –la ciudad andalusí que le había acogido en su exilio- es fundamental para la continuidad cultural ibérica y mediterránea.
Destacaremos asimismo que el tratamiento de lo andalusí por parte del resto de la península no es monolítico a lo largo de ocho siglos, sino que hay una interesante evolución entre –por ejemplo- dos textos conservados: una Cantiga de la corte de Alfonso X y el epitafio de los Reyes Católicos. Reza la Cantiga (en torno a 1280): Dios es aquel que puede perdonar a cristianos, judíos y moros, en tanto tengan en Él bien firmes sus convicciones. Y responde el citado epitafio dos siglos y medio después (1517): este monumento fue erigido a la memoria de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, hombre y mujer iguales, ante los que se postró la secta de los mahometanos y quienes erradicaron a los heréticos judíos. La evolución ideológica es evidente, según se aleja aquella vieja invasión en las nieblas del tiempo. Por entre preguntas y ejemplos tales, concluiremos que al-Andalus es un pre-Renacimiento europeo, y que como tal, merece el rango de fuente cultural de Europa, incluso más allá que el de componente identitario de España y Portugal.
En este tiempo de vida, los citados tres años de andanzas, debo a Enrique Ojeda Vila gran parte del eco internacional que la obra ha podido ir teniendo. Como director de la Fundación de las Tres Culturas del Mediterráneo y después Secretario General de Acción Exterior de la Junta de Andalucía, Enrique Ojeda ha compensado con creces el hispanísimo ninguneo de estas páginas. Por otra parte, mi opinión sobre el medievalismo español –no entraré a especificar qué se entiende por el grupo de los medialuces- ha cambiado radicalmente al poder conocer un día las muy respetables y sensatas objeciones de especialistas como Gloria Lora, Antonio Collantes y José María Miura. Su resolución al intercambio de ideas dice mucho de su capacidad científica y modifica sustancialmente la opinión previa que tenía del gremio.
Más allá, el encuentro de nuestra definición de al-Andalus con cuestiones contemporáneas ha producido interesantes lecturas que ya van siendo incluidas en cuanto se conoce como Paradigma al-Andalus: una visión ejemplarizante de las luces y sombras de la historia a beneficio de inventario presente. Enlazando con teorías concomitantes de –por ejemplo- Muhammad Arkoun o el iraní Jahanbegloo, resulta posible sentar las bases de una lectura cultural de la historia no manipulada cuya aplicación presente es ilimitada.
Quiero destacar a este respecto el interesante intercambio de ideas con Felice Gambin en la Universidad de Verona con ocasión del congreso Alle radici dell’Europa. Con Albert Bildner en el de Revisiting al-Andalus de Nueva York. Con Gaspar Cano –Instituto Cervantes- primero en Estocolmo y después en Berlín junto a Sami Naïr. También con el embajador Antonio López tras una presentación en la Universidad de Al-Azhar (El Cairo), rememorada después en Sevilla. Asimismo, quiero recordar a Vanessa Herencia por el altavoz de ideas que supuso culminar el encargo del texto Rumbo al Renacimiento. A Darío Villanueva y la Sociedad Española de Literatura Comparada, probablemente el foro más castriano en el que podemos abatir los muros entre especialidades. A Enrique Jaurrieta –Ateneo Navarro-, Román Suárez –Oviedo- Alejandro Nogales –Zafra- y Juan José Tamayo –Universidad Carlos III de Madrid-, por su permanente conversación. A Jerónimo Paéz –El Legado Andalusí- y Francisco Peña –Universidad British Columbia, Canadá- les debo la oportunidad de charlar con Francisco Márquez Villanueva en Granada, al ponerse de manifiesto que llevamos cuatro siglos sin moriscos. Al embajador Emilio Cassinello, al rector Candido Mendes (Río de Janeiro) y a Federico Mayor Zaragoza, por el espacio de debate propiciado en San José de Costa Rica con ocasión de una reunión sobre Alianza de Civilizaciones. Por último, debo a Balbino Povedano, Margarita Ruiz Schrader y María Sierra la oportunidad de un año de difusión de ideas en la Casa Bailío de Córdoba. Y –cómo no-, debo concluir con la mención de Joaquín Aurioles por la apuesta intelectual que impulsó estas páginas: un contrato de investigador senior sobre al-Andalus en el entonces caldero de ideas de aquel Centro de Estudios Andaluces que él creó, llenó, y que se vació sin él. El encargo que entonces me hizo Manuel Pimentel fue la única lectura coherente de cuanto allí se investigaba.
A todos ellos, y a tantos lectores anónimos, debo el interés que permite esta tercera edición.
Se ha presentado la tercera edición de la celebrada y comprometida “Historia General de Al Andalus: Europa entre Oriente y Occidente” de Emilio González Ferrín. Un éxito sin precedentes para una publicación científica e histórica, que ha tomado como referencia un nuevo paradigma y que ha abierto el debate entre islamófobos e islamómatras.
Emilio González Ferrín ha tenido la amabilidad de enviarnos a P36 el prólogo a esta tercera edición que publicamos a continuación:
“Desde que en 2006 se publicó por vez primera esta Historia General de al-Andalus, las numerosas presentaciones de sus dos ediciones han generado un cierto debate. Los principales elementos de discusión suelen ser dos ideas en las que se tiende a resumir el libro: una remite al subtítulo –Europa entre Oriente y Occidente-; la otra es la recurrente afirmación, incluida en estas páginas, sobre que los árabes no invadieron la península ibérica. Acerca de la primera no cabe mucha más explicación, dado que se ha convertido más en elemento ideológico que científico. Así, nuestra propuesta de al-Andalus como componente y fuente cultural de Europa choca con un prejuicio de gran predicamento: la idea de que los sujetos de la historia son las religiones, inamovibles desde el pasado más remoto. Ese nacionalismo religioso tiende a la forja de identidades por exclusión, procediéndose a construir una visión del mundo ordenada y militante. Al parecer, o se es musulmán y se hereda todo lo islámico pasado, al servicio de la insurgencia revolucionaria contemporánea, o se es de un Occidente –a veces asimilable a cristiano- constituido merced a la erradicación de lo oriental, siempre invasor y una vez expulsado de Europa.
Esa infantil y malintencionada percepción generalizada de prietas las filas es completamente ajena a nuestra teoría de la historia, y no merece la cosa ulteriores consideraciones intelectuales al ser materia de opinión y no de formación. Pero sí merece ser considerada una cierta producción literaria emanada de tal polémica, por cuanto trasluce de tema de nuestro tiempo y, como tal, sometido a un siempre fértil toma y daca de publicaciones.
La bienvenida francesa al ensayo de Sylvain Gouguenheim nos sirve aquí de arranque: en su Aristóteles en el Monte Saint Michel (2008), este autor descubre las traducciones que Jacques de Venecia hiciera del pensador griego en la citada abadía allá por 1127. Tal dato le sirve para anular la labor intelectual andalusí como continuadora del elemento cultural griego, y así desestimar toda aportación islámica al constructo europeo. Pero Gouguenheim no tiene en cuenta la escasísima repercusión de tal versión, en tanto el propio Tomás de Aquino llama a Averroes el comentador (de Aristóteles), la lectura del cordobés es prohibida en París por librepensadora, e incluso el de Aquino encarga otras traducciones del griego para cotejar las árabes, omnipresentes. Es decir: descubrir otra fuente más de cotinuidad histórica no anula las ya existentes. Por otra parte, Gouguenheim tiene páginas realmente iluminativas sobre la transmisión del bagaje clásico desde Oriente a Occidente, pero le vence el nacionalismo religioso al podar toda aportación cristiana en árabe y negar su adscripción a la civilización islámica.
En cualquier caso, la abrumadora bienvenida al libro de Gouguenheim en Francia dice mucho de las ganas que se tenía a un ensayismo previo conciliador de historias y presentes; las obras de Libera, Benoît, Micheau, Arkoun -así como las traducciones francesas de los libros de Menocal y Vernet-, en que se traza la línea sin solución de continuidad desde la Edad Media hasta el Renacimiento a través del Islam. En España, nuestra versión de droite divine bebe de las mismas fuentes telúricas del continuado y natural enfrentamiento entre religiones, olvidándose que el enemigo musulmán es reciente por haber sido otro el enemigo hasta ayer mismo: la encarnizada amenaza de Occidente era el rojísimo. Este, destructor de valores y fundamentos, por lo que difícilmente podemos trazar continuidades en este sentido, a no ser que la continuidad se refiera, sin más, al deseo de forjar enemigos. Es larga y variopinta nuestra nómina de intelectuales atrincherados en el no pasarán frente a un al-Andalus, sinónimo así de al-Qaeda. Se engloba aquí a la sorpresa académica de Serafín Fanjul prologado por Miguel Ángel Ladero Quesada, el de Simancas. Fanjul sorprendía, así, al ser un magnífico arabista comprometido y juramentado, repentinamente, con la idea de que la insurgencia iraquí, el terrorismo islámico y al-Andalus son parte de un todo amenazante y rechazable.
Fanjul nada en la misma corriente que nombres como la premiada en 2008 con el Jovellanos de Ensayo, Rosa María Rodríguez Magda, en cuya obra riza el rizo del ninguneo negando la mayor; la propia existencia de un legado cultural adjetivable como andalusí. Pero también se suma a lo anterior el apoyo logístico de gran parte del mundo político, académico e intelectual en general: véase el cruzadismo inexplicable de nombres influyentes como Gustavo de Arístegui, Gustavo Bueno, Rodríguez Adrados y un larguísimo etcétera a los que no chirría el rechazo en bloque a universos culturales que ya no van nunca a comprender. En particular, los dos últimos consideran compatible el malditismo de lo islámico y la defensa a ultranza de lo greco-latino, como si no fuera todo parte de lo mismo.
Pero, en este caso, la versión española reviste un último matiz nada desdeñable: la patente preocupación por la identidad, unidad y cohesión histórica de España. Es decir: patrias como obligaciones del pasado, más que como proyectos de futuro. En este sentido, el inherente pelayismo de nuestro hoy interpretador del ayer se esgrime como única explicación posible del día a día: España, según esto, se habría forjado desde un embrión salvífico en Covadonga hasta el regalo del destino de Granada –1492- por nuestro esfuerzo reconquistador. Por lo mismo, al-Andalus no sería elemento constitutivo de España sino huestes por fin vencidas y expulsadas. España se habría forjado frente a al-Andalus, que no a partir de él –léase la larguísima proclama del evangélico César Vidal-. Y su vestigio se circunscribiría a ciertos elementos folklóricos de una Andalucía –por lo mismo- indolente. No hay mucho más que comentar es esta historia de cromos y estampitas, buenos y malos.
Sobre la segunda idea, así encadenada, -si los árabes invadieron o no la península ibérica-, el debate no es menos profundo y merece alguna disquisición. Pero aquí no andan en juego ideologías previas como en el caso anterior –pasionales, personales, nacionalistas- sino el seguimiento –acatamiento- o no de una cierta historia oficial. Por tal razón, resulta oportuno incluir una palabra previa que encuadre el sentido histórico de al-Andalus tal y como es percibido en este libro, así como algunas contradicciones de esa historia oficial, todo ello según el procedimiento seguido en estas páginas: la ninguneada historiología, según la practicó Américo Castro, la definió Ortega y Gasset, así como es cultivada en gran parte del mundo: teoría de la historia, identificación de patrones y mitos, etcétera. Trataremos estos tres puntos en orden inverso al aquí enunciado.
Comenzamos, así, por el tercer aspecto, la historiología: mucho se ha criticado el método historiológico al tomarse la llamada heurística –búsqueda de fuentes o denuncia de su inexistencia- y confundirla con explicaciones perfectas y completas de imposible factura. Pero la heurística es la gran pregunta previa de todo científico que se precie, incluido el historiólogo. Y por más que la paternidad del término historiología sea aún objeto de discusión, la ciencia que propone no es la historia sin los archivos, sino la pregunta que no se hace el mero legajista. Suele atribuirse a Martin Heidegger la separación entre Geschichte en alemán –sucesión de hechos, que vendría de geschehen, ocurrir-, e Historie, del latín historia –relacionada semánticamente con el griego episteme; aprender preguntando-. Ese segundo concepto -teorizar la historia-, correspondería a la historiología, que pretende así animar al historiador a que sea algo más que recopilador de hechos. O, al menos, que recopile hechos contrastados. Mal que le pese a algún pobre legajista, el mundo es muy grande y hay cosas que no aparecen entre las fichas del Archivo General de Simancas.
La clave en la lectura historiológica que nos ocupa es el cambio de paradigma, el mismo concepto que aplicó Darwin al estudiar el origen de las especies. Al interpretar al-Andalus, el llamado evolucionismo, o incluso el gradualismo, se oponen a la percepción catastrofista de los orígenes. Que las cosas se produjeron de un modo bastante más acorde a las circunstancias que las provocaron y no a la postura contemporánea que se tenga con respecto a aquellos hechos. Así, nuestra interpretación cambia de paradigma tomando partido por el procedimiento de Américo Castro en aquel Ensayo de Historiología que tuvo que publicar en Nueva York en 1950. Tomando partido por las aportaciones de una generación que se expresó sin aquella ideología de prietas las filas antes aludida. El tiempo en que Stephen Gilman, Antony van Beysterveldt, Samuel G. Armistead, Marcel Bataillon o James T. Monroe comprendían la maestría de procedimiento de un español –a la sazón, el citado Américo Castro-, en tanto un racimo de españoles florecían fuera de las aulas de su tierra: Francisco Márquez Villanueva o Juan Marichal (Harvard), Vicente Llorens (Princeton), Francisco Marcos Marín (Montreal), Guillermo Araya o Julio Rodríguez-Puértolas (California), Manuel Durán (Yale), y otros –algunos, muy pocos, volvieron- que supieron aunar filología e historiología desde unas latitudes ajenas al constructo hispano de godos, católicos y unidad. Entretanto, aquí se forjaban especialidades sin conexión entre sí o el exterior, validando el dicho aquel atribuido al doctor Letamendi, según el cual el médico que sólo sabe de medicina, no sabe ni de medicina.
Nunca ha sido éste un libro iniciático o de creación, sino continuista y deudor de un sinfín de aportaciones que no tienen por qué ser ni siquiera consecuentes en bloque. Es decir: podemos comprender la crítica que Goytisolo o Pierre Guichard hicieron de las tesis de Olagüe –cada una en términos y por motivaciones diferentes-, o el revisionismo actual sobre el compromiso corporativo de Asín Palacios o García Gómez con un cierto régimen. Podemos criticar la obsesión gótica de Unamuno, Ortega y Gasset y Maravall, el cruzadismo de Menéndez y Pelayo o la inventiva de Menéndez Pidal y su equipo. Pero no podemos pasar por encima de todos estos nombres sin profundo subrayado de ideas nuevas que aquí y allá destacan a lo largo de sus respectivas obras y que no van a ser desestimadas por otras ideas incomprensibles que los mismos autores puedan expresar. Nada hay más acientífico que ser estrictos y apriorísticos en la consecuencia, incólumes en la afinidad o el rechazo; seguramente porque ni la vida ni la historia tienden a la estricta coherencia.
El segundo aspecto que anunciábamos tratar aquí era algunas contradicciones de aquella historia oficial. En gran medida, la huera recopilación de hechos que nos han enseñado en relación con al-Andalus se basa en paradigmas –esquemas, patrones- de viejo predicamento en el Mediterráneo. Tres ejemplos servirán como botón de muestra: la invasión del 711 por traición asociada a la ofensa de don Rodrigo a la hija de Julián se parece demasiado a las causas literarias de la Guerra de Troya en la Ilíada; la cinematográfica aparición del último de los Omeyas de Damasco por las playas occidentales de 756 tras sus escalas norteafricanas se parece demasiado al arranque narrativo de la Eneida de Virgilio, con aquel Eneas –último de los troyanos- siguiendo rutas semejantes. Por último, el periplo de los diez mil sirios rodeados en el norte de África y finalmente asentados en al-Andalus recuerda en demasía a la Anábasis de Jenofonte.
Todo ello muestra la coherente transmisión de ideas y relatos en el mundo greco-latino y sus periferias, partiendo –qué duda cabe- de que el Islam es una civilización helénica al menos hasta su mayor orientalización –por el abrumador elemento persa- a principios de los 800. La muy tardía época del primer gramático del árabe –Sibawaihy, m.795-, el testimonio en griego de Juan Damasceno –m. 750- y las cartas latinas del cordobés Eulogio –m. 859- ponen en entredicho la fijación de un canon coránico o la arabización de Occidente antes del año 800. En tal caso, ¿en nombre de qué o en qué idioma pudo producirse cuanto quiera que se produjese en 711?. Ésta es la base de nuestro rechazo a una invasión árabe o en nombre del islam, o –siquiera- compuesta por bereberes que, al fin y al cabo, en esa fecha no eran aún los hombres azules del desierto que llegarían casi tres siglos después. Beréber es transcripción de barbarus –latín- o barbaroi –griego-; bereberes serían, así San Agustín, Masinisa, Yugurta o Apuleyo; sin turbante azul ni té verde.
Este rechazo a la versión oficial de un creacionismo andalusí se basa también en la pregunta historiológica por excelencia en esta materia: ¿por qué no se habla de invasión islámica hasta crónicas tan tardías como el Ajbar Machmúa –a mediados de los 800- o las llamadas Crónicas Asturianas –más tarde del 880-? ¿Por qué el débil testimonio de ese hapax documental que es la mal llamada Crónica Mozárabe –en torno al 754- resulta ser el único fiable cronológicamente y no incluye términos como islam, Mahoma, musulmán, Corán, pero se dedica a criticar las versiones encontradas de los cristianos peninsulares? ¿Por qué una tierra tan culta no escribe sobre la tragedia única y localizada del 711 hasta –al menos- ciento cincuenta años después?. Ése es el interrogante fundacional que inaugura la secuencia de dudas y cuestionamientos que se suceden en este libro. (La alusión a la denominación mozárabe –mal llamada- responde a que tal término significa arabizado; lo último que querían ser los resistentes al avance de la arabización andalusí. Ni el impulsor del término, Simonet, ni el catalogador de la Crónica Mozárabe, Menéndez Pidal, tuvieron esto en cuenta).
Y por concluir con este aspecto anunciado, definiremos al-Andalus como el desarrollo de la culta Hispania que no quiso o no pudo sumarse a la fundación de una Europa concreta por parte de Carlomagno. Hispania siguió por su senda mediterránea, en tanto era el resto de Europa la que se distanciaba. Al-Andalus es el maquis europeo de las herejías cristianas orientales, a las que se sumará para continuar al Imperio Romano de Oriente por otros medios: dar al-Islam. Nos haremos eco de la afirmación de Andrés Martínez Lorca: llamar nuestra a la cultura de al-Andalus supone una ruptura con aquella manipulada educación colectiva en la que fuimos instruidos. Y destacaremos, por entre el mar de preguntas, afirmaciones tales como:
- Al-Andalus se inserta en el constante proceso de orientalización de la Península Ibérica, del que también forma parte la cristianización.
- La arabización es un lento proceso paralelo que afectó a todo el Mediterráneo sur.
- Al-Andalus no dependió de ningún poder extranjero hasta las invasiones norteafricanas del siglo XI.
- El norte de España no formó parte de Al-Andalus por sumarse a un cambio gradual europeo iniciado en 800 con Carlomagno.
- Esa elasticidad de límites territoriales andalusíes generó el concepto de frontera, esencial en la formación de la cultura hispana.
- Sólo el sentido de estado de Almanzor –en torno al año 1000- forzaría al norte de España a definirse por exclusión del sur.
- Tanto los reinos cristianos del norte como al-Andalus sufren procesos alternativos de centralización y descentralización.
- La definitiva descentralización andalusí de los reinos de Taifas (1031) marca el momento de máximo esplendor cultural de nuestra Edad Media, aún árabe en gran parte durante cuatro siglos y medio más.
- La entrada de Alfonso VI en Toledo en 1078 –la ciudad andalusí que le había acogido en su exilio- es fundamental para la continuidad cultural ibérica y mediterránea.
Destacaremos asimismo que el tratamiento de lo andalusí por parte del resto de la península no es monolítico a lo largo de ocho siglos, sino que hay una interesante evolución entre –por ejemplo- dos textos conservados: una Cantiga de la corte de Alfonso X y el epitafio de los Reyes Católicos. Reza la Cantiga (en torno a 1280): Dios es aquel que puede perdonar a cristianos, judíos y moros, en tanto tengan en Él bien firmes sus convicciones. Y responde el citado epitafio dos siglos y medio después (1517): este monumento fue erigido a la memoria de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, hombre y mujer iguales, ante los que se postró la secta de los mahometanos y quienes erradicaron a los heréticos judíos. La evolución ideológica es evidente, según se aleja aquella vieja invasión en las nieblas del tiempo. Por entre preguntas y ejemplos tales, concluiremos que al-Andalus es un pre-Renacimiento europeo, y que como tal, merece el rango de fuente cultural de Europa, incluso más allá que el de componente identitario de España y Portugal.
En este tiempo de vida, los citados tres años de andanzas, debo a Enrique Ojeda Vila gran parte del eco internacional que la obra ha podido ir teniendo. Como director de la Fundación de las Tres Culturas del Mediterráneo y después Secretario General de Acción Exterior de la Junta de Andalucía, Enrique Ojeda ha compensado con creces el hispanísimo ninguneo de estas páginas. Por otra parte, mi opinión sobre el medievalismo español –no entraré a especificar qué se entiende por el grupo de los medialuces- ha cambiado radicalmente al poder conocer un día las muy respetables y sensatas objeciones de especialistas como Gloria Lora, Antonio Collantes y José María Miura. Su resolución al intercambio de ideas dice mucho de su capacidad científica y modifica sustancialmente la opinión previa que tenía del gremio.
Más allá, el encuentro de nuestra definición de al-Andalus con cuestiones contemporáneas ha producido interesantes lecturas que ya van siendo incluidas en cuanto se conoce como Paradigma al-Andalus: una visión ejemplarizante de las luces y sombras de la historia a beneficio de inventario presente. Enlazando con teorías concomitantes de –por ejemplo- Muhammad Arkoun o el iraní Jahanbegloo, resulta posible sentar las bases de una lectura cultural de la historia no manipulada cuya aplicación presente es ilimitada.
Quiero destacar a este respecto el interesante intercambio de ideas con Felice Gambin en la Universidad de Verona con ocasión del congreso Alle radici dell’Europa. Con Albert Bildner en el de Revisiting al-Andalus de Nueva York. Con Gaspar Cano –Instituto Cervantes- primero en Estocolmo y después en Berlín junto a Sami Naïr. También con el embajador Antonio López tras una presentación en la Universidad de Al-Azhar (El Cairo), rememorada después en Sevilla. Asimismo, quiero recordar a Vanessa Herencia por el altavoz de ideas que supuso culminar el encargo del texto Rumbo al Renacimiento. A Darío Villanueva y la Sociedad Española de Literatura Comparada, probablemente el foro más castriano en el que podemos abatir los muros entre especialidades. A Enrique Jaurrieta –Ateneo Navarro-, Román Suárez –Oviedo- Alejandro Nogales –Zafra- y Juan José Tamayo –Universidad Carlos III de Madrid-, por su permanente conversación. A Jerónimo Paéz –El Legado Andalusí- y Francisco Peña –Universidad British Columbia, Canadá- les debo la oportunidad de charlar con Francisco Márquez Villanueva en Granada, al ponerse de manifiesto que llevamos cuatro siglos sin moriscos. Al embajador Emilio Cassinello, al rector Candido Mendes (Río de Janeiro) y a Federico Mayor Zaragoza, por el espacio de debate propiciado en San José de Costa Rica con ocasión de una reunión sobre Alianza de Civilizaciones. Por último, debo a Balbino Povedano, Margarita Ruiz Schrader y María Sierra la oportunidad de un año de difusión de ideas en la Casa Bailío de Córdoba. Y –cómo no-, debo concluir con la mención de Joaquín Aurioles por la apuesta intelectual que impulsó estas páginas: un contrato de investigador senior sobre al-Andalus en el entonces caldero de ideas de aquel Centro de Estudios Andaluces que él creó, llenó, y que se vació sin él. El encargo que entonces me hizo Manuel Pimentel fue la única lectura coherente de cuanto allí se investigaba.
A todos ellos, y a tantos lectores anónimos, debo el interés que permite esta tercera edición.