domenica 25 ottobre 2009

La rebelión de la Alpujarra, di José Urbano Priego



Fonte:
http://identidadandaluza.wordpress.com/2009/09/27/la-rebelion-de-la-alpujarra/

Según expuse en mi artículo anterior, el excesivo celo con que Felipe II y sus principales asesores decidieron hacer cumplir los anteriores edictos en vigor, además del que él mismo promulgó a final de 1567, exasperó sobremanera a los moriscos.

Algunos dicen que Felipe II no era del todo partidario de promulgar medidas tan drásticas, pero que el fanático ministro y cardenal Diego de Espinosa, que tenía un enorme predicamento sobre él, le instigaba de continuo con el argumento de que el rey español era el principal valedor de los acuerdos del recién concluido Concilio de Trento, y por tanto no podía mirar hacia otro lado. Lo más razonable es pensar que confluyó aquí el ala más dura del ámbito civil y eclesiástico de la época, auspiciados por un rey marcadamente sectario. En palabras llanas, se juntó el hambre con las ganas de comer.

Los llamados moriscos —cristianos nuevos de moro—, en su mayoría, se consideraban ciudadanos normalizados, y, aunque fuera por miedo, lucían sus nombres cristianos que les fueron impuestos al convertirse de modo forzoso. Por lo general estaban imbricados, con más o menos entusiasmo, en las estructuras sociales y económicas castellanas. No obstante, muchos seguían considerando su situación como un atropello, defendían su orgullo como descendientes de musulmanes, y trataban de mantener en secreto su verdadera creencia islámica como una prerrogativa a la que tenían derecho. Pero hay que decir que esto se contemplaba como el anhelo de vivir su propia espiritualidad, con carácter íntimo y desprovisto de cualquier reivindicación política, y mucho menos de reconquista militar. En definitiva, lo que pretendían era que les dejasen vivir su fe en paz.

Teniendo como referencia las fructuosas negociaciones habidas en la década de los 20 con Carlos I, durante 1568 los moriscos enviaron delegaciones de sus principales a Madrid para negociar, en un intento desesperado de preservar su estatus. Pero esta vez se encontraron con una barrera infranqueable. La extremista Corte de Felipe II no estaba dispuesta a ceder un ápice. Tras un año entero de intentos de diálogo fallidos, comprendieron que tenían que resignarse a cumplir lo promulgado.

No tardaron en surgir las primeras voces llamando a la insurrección. Estas brotaron una vez más en el barrio del Albayzín, durante la segunda quincena de diciembre de 1568, pero ante las escasas adhesiones en Granada capital, el descontento fue extendiéndose por el valle de Lecrín y La Alpujarra. En líneas generales, el esquema de la rebelión fue el mismo que en 1499-1501.

En cuestión de pocos días prendió el levantamiento. Ya en este punto, lo propio era nombrar un emir que organizara las maniobras. Hasta en esto comenzó mal la cosa. Los moriscos eligieron a Hernando de Córdoba y Válor, del poderoso clan de Los Valoríes, apodo que proviene por haberse instalado su parentela en la villa alpujarreña de Válor. Hernando era a la sazón Caballero Veinticuatro del Cabildo de Granada, hasta unos días antes que vendió el cargo al morisco Miguel de Palacios, desesperado por las dificultades económicas que sufría. Bajo un olivo de Béznar como toda ceremonia, en los últimos días de 1568, Hernando fue nombrado “Rey de los moriscos”, ante su tío Ibn Sagüar (Hernando el-Zaguer) y otros notables moriscos granadinos. Adoptó el nombre de Mohammed ibn Umayya —conocido en la historiografía castellana como Abén Humeya.

Digo que hubo mal comienzo porque Farax Ibn Farax —noble descendiente de la heroica tribu de Los Abencerrajes—, quien, contando con el apoyo de los del Albayzín reivindicaba el liderazgo para sí, mostró fogosamente su disconformidad. Tras un tenso tira y afloja, resolvieron nombrar Capitán General a Ibn Sagüar y Alguacil Mayor a Ibn Farax. Aún así, éste aceptó a regañadientes y no quedó del todo satisfecho. Sin querer anticiparme a los hechos, esta disensión inicial sería clave en el desarrollo y desenlace de la contienda que se iba a librar.

El todavía desorganizado bando morisco dejó el valle de Lecrín y tomó camino de Lanjarón, donde el día 23 quemaron la iglesia con algunos beneficiados locales dentro. Siguieron hasta Órgiva, villa con 15 lugares o alquerías dependientes. Por allí donde pasaban se iban adhiriendo más rebeldes a la causa. Continuaron camino hasta llegar a la taha de Poqueira, cuyas cuatro alquerías —Capileira, Alguazta, Pampaneira y Bubión— se alzaron el viernes 24 de diciembre de 1568, día de Nochebuena.

Cual bola de nieve, los insurrectos iban creciendo a medida que avanzaban por aquellas escarpadas sierras. De ahí pasaron a la taha de Ferreira, a la que pertenecían 11 lugares —Pitres, Pórtugos y Busquístar, entre otros—. Los moriscos, organizados en comandos, se adentraban en los núcleos proclamando sus arengas en contra de Felipe II y a favor de su flamante rey Ibn Umayya. Continuaron su marcha Alpujarra arriba: la taha de Jubiles, la de Ugíjar, Laujar, la zona del Marquesado y todas las comarcas orientales almerienses. En pocos días había fructificado el levantamiento por buena parte de los territorios del antiguo reino nazarí.

Pero, claro, la cosa no iba a quedar así. Felipe II envió a la zona un nutrido ejército desde dos flancos diferentes: uno desde Granada a las órdenes del Capitán General Íñigo López de Mendoza III marqués de Mondéjar, con 400 soldados a caballo y 2.000 infantes, y otro que partió desde Vélez Blanco al mando de Luis Fajardo II marqués de Los Vélez.

Por su parte, Ibn Umayya envió embajadores a Argel y Constantinopla solicitando ayuda. Una vez más, el apoyo se quedó en poca cosa. Sí recibió promesas y buenos deseos, pero muy pocos efectivos militares o dinero para adquirir armas. El sultán Selim II, sucesor de Solimán el Magnífico, se excusó por estar enfangado en la conquista de Chipre. De los pocos que vinieron, parece ser que la mayoría era gente de la piratería, que funcionaban de forma casi autónoma del sultanato. También se dice que Guillermo de Orange apoyó el bando morisco, como forma de debilitar a Felipe II en sus luchas de Flandes. Pero en cualquier caso, el respaldo sería más moral que efectivo.

Lo que sí quedó de manifiesto muy pronto fueron las desavenencias personales entre el marqués de Mondéjar y el de Los Vélez, abanderados del ejército católico-castellano. Discrepancias que afectaban también a los aspectos tácticos de la campaña, lo que sumió en el desconcierto a la soldadesca, que se lanzaron al pillaje, a la violación de mujeres y niñas, y a toda clase de desmanes que flaco favor hicieron a la causa cristiana. Estos generales permitían que sus soldados vendieran por su cuenta y para su propio beneficio a los prisioneros que iban haciendo, con lo que espolearon todo tipo de excesos entre las tropas.



Los arráeces moriscos organizaron a sus gentes en comandos de guerrillas, que, conocedores de la complicada orografía de La Alpujarra, infligieron serias derrotas a los ejércitos reales. En Válor, por ejemplo, varios comandos de vecinos civiles derrotaron a un escuadrón de 800 soldados al mando de los capitanes Álvaro de Flues y Antonio de Ávila, quienes fueron ejecutados junto a gran parte de la tropa.

Entre el envalentonamiento de los insurrectos y las desavenencias, cada vez más patentes, de los dos ejércitos castellanos, la cosa no pintaba bien para la causa de Felipe II. El levantamiento se había propagado ya a la sierra de Bentomiz, a la serranía de Ronda, a Frigiliana y amplias zonas de la Axarquía malagueña, y por el flanco oriental a Guadix, Baza, Cuevas de Almanzora, Carboneras y Lorca, ya en la zona murciana.

El 17 de marzo acaeció otro hecho que resultó detonante en el conflicto. Pedro de Deza, presidente de la Audiencia de Granada, ordenó armar a los presos de la cárcel de esta ciudad para que asesinaran a los 110 moriscos notables que tenían allí detenidos como rehenes desde el principio de la revuelta. Cuando la noticia de este desafuero llegó a oídos de Ibn Umayya, éste legitimó su justificación para recrudecer sus métodos.

En esta tesitura, a últimos de marzo de 1569, Felipe II decidió enviar a la zona a su hermanastro, el prestigioso general Juan de Austria, con sus poderosos Tercios de Flandes. El rey tuvo que apostar fuerte si no quería que la campaña se le fuese de las manos. El príncipe don Juan, asistido por Luis Quijada y al frente de sus experimentadas huestes, llegó a Iznalloz el 12 de abril. Quedó en Granada unos días tomando contacto con la situación, preparando su plan, y dando tiempo a que llegase el duque de Sessa con sus tropas, que habían de asistirle en su proyecto de reprimir la insurrección, y de conciliar a los dos marqueses en litigio.

En esos días se levantaron las villas de Güejar, Dúdar y Quéntar. Al objeto de truncar su progreso, Juan de Austria ordenó que los moriscos de Pinos Genil y Monachil abandonaran su residencia y se trasladaran a la vega.

Las tropas castellanas que ya estaban guarnecidas en La Alpujarra, al conocer la pronta llegada de los temibles Tercios de Flandes arreciaron sus excesos, pues sabían que en cuanto llegaran deberían someterse a disciplina.

A partir de mayo, tres ejércitos al servicio del monarca Felipe II se encontraron en las abruptas sierras de La Alpujarra. El ejército más poderoso del mundo se acababa de concentrar allí para ahogar la rebelión de una horda de civiles —agricultores, artesanos, comerciantes…— mal armados y ajenos al oficio militar.

Y por si eran pocos los represores de la asonada, el 11 de junio desembarcaron en Torrox los Tercios de Nápoles, al mando del insigne comendador Juan de Requesens, para recuperar Frigiliana, Cómpeta y las otras comarcas malagueñas.

A la vista de lo que se les venía encima, Ibn Umayya trató de reorganizar a los suyos en comandos mejor estructurados. A Ibn Abbu encomendó las tahas de Poqueira y Ferreira; a El-Maleh el Marquesado del Zenete, las comarcas de Guadix, Baza y río Almanzora; a Mohammed al-Xaba la taha de Órgiva; a Ibn Mekenun las de Lúchar, sierra de Filabres y sierra de Gádor; a Abdellah el-Rendatí y a Girón de Archidona el valle de Lecrín y las costas de Motril y Almuñécar; y a otros arráeces el resto de zonas. Nombró consejeros a su tío Ibn Sagüar, a Al-Habaqui y a Mocarraf. A Ibn Farax lo relegó al ostracismo, pues no se fiaba ya de él, lo que acrecentó más aún el inquina que tenía al emir.

Ibn Umayya hacía incursiones rápidas, y se volvía a Laujar donde éste tenía su palacete. En julio falleció Ibn Sagüar que sucumbió a unas fiebres que le sobrevinieron en Mecina. La muerte de su tío y mejor aliado conmocionó a Ibn Umayya, que no pasaba por su mejor momento. Acababa de sufrir una cruenta derrota en Berja ante las huestes del marqués de Mondéjar, contando numerosas bajas entre sus hombres, tras la que se replegó a Cádiar y Válor para tratar de animar a los suyos, ya bastante cansados de tanta escaramuza, pues en realidad no eran gentes de guerra.

Empezaban a escucharse voces que tildaban al emir Ibn Umayya de déspota, y algunos cuestionaban maliciosamente su capacidad de liderazgo. Para colmo, su padre don Antonio de Válor y su hermano Francisco fueron prendidos por la Inquisición, como moneda de cambio y elemento de presión.

En septiembre, Ibn Umayya se retiró a Purchena con sus tropas. Allí organizó los Juegos Moriscos, una serie de pruebas deportivas, como levantamiento de pesos, tiro con honda y con arco, carreras de velocidad, etc., así como concursos de canto y danza, que servían de entretenimiento y ejercitación para la tropa. Los Juegos Moriscos, de clara ascendencia olímpica, fueron reconocidos por Juan Antonio Samaranch, presidente del Comité Olímpico Internacional durante tantos años, quien declaró: “Los Juegos Moriscos de Aben Humeya suponen rehacer el eslabón perdido de la cadena entre la Antigüedad y el mundo moderno.”

Mientras tanto, Ibn Farax se dedicaba a sembrar la disensión entre los alpujarreños, intentando convencerlos de que Ibn Umayya se comportaba de forma despótica, además de tacharlo de lujurioso. Éste acababa de enviar una carta a Juan de Austria, al Inquisidor de Granada Andrés de Álava, con quien tenía estrecha amistad, y al presidente de la Audiencia Pedro de Deza, intercediendo por su padre y hermano presos y torturados por el Tribunal de la Inquisición. En la misiva les proponía canjearlos por ochenta cautivos castellanos en su poder. Ibn Farax hizo correr la noticia de que el emir sólo se ocupaba de sus asuntos personales, dejando en segundo plano sus obligaciones como líder de los insurrectos.

Todo esto, mezclado al parecer con un asunto de amoríos, llevó a Mohammed Ibn Umayya a la tumba. Corrió el rumor de que éste andaba perdidamente enamorado de una joven viuda de Laujar. Al amor de esta mujer de gran belleza aspiraba también otro morisco llamado Diego Alguacil. Envenenados por los celos, se conchabó un pequeño grupo de moriscos disidentes, entre los que estaban Ibn Farax, Alguacil y Diego de Arcos, le prepararon una encerrona en su propia casa y le estrangularon con un cordel. Tras una agonía que duró varias horas, el rey de los moriscos fallecía el 20 de octubre de 1569, con 49 años.

Hubo quien dijera que este grupo de traidores había sido sobornado por las autoridades castellanas para descabezar la revuelta. Es bastante probable que así fuera, y que éste fuera un acto más del programa de guerra sucia que los castellanos llevaron a cabo, en paralelo al ámbito militar, en la represión de los sublevados. Pero me temo que esto nunca se sabrá a ciencia cierta. Entre otras estratagemas, Juan de Austria había ofrecido una cuantiosa recompensa para quien traicionara a su emir.

A Mohammed Ibn Umayya le sucedió su primo Abdellah Ibn Abbu —de nombre cristiano Diego López—, excelente arráez nacido en Mecina Bombarón, pero a partir de aquí el conflicto iba a tomar un nuevo rumbo.

Juan de Austria, con el ejército principal, tomó Galera y Serón, en la zona oriental. De nuevo se manifiestaron serias desavenencias entre el marqués de Los Vélez, guarnecido con su tropa en la misma zona, y el propio Juan de Austria. Éste le reprochaba al Marqués que no atendía sus instrucciones, lo que perjudicaba su avance, y el de Los Vélez se quejaba de que el príncipe don Juan tenía mal avituallada y desprotegida a su tropa. El ejército del duque de Sessa avanzaba desde el valle de Lecrín hacia las tahas de Poqueira y Ferreira, y el de Antonio de Luna salía de Antequera para cubrir la sierra de Bentomiz, la serranía de Ronda y el resto de comarcas malagueñas levantadas. El colosal ejército católico-castellano proseguía su avance desde tres flancos diferentes. La cosa no pintaba bien para los cansados moriscos.

El marqués de Mondéjar fue llamado a la Corte, siendo apartado de la campaña y enviado como Virrey a Valencia. Poco después sería nombrado Virrey de Nápoles.

Ibn Abbu llegó a reunir cerca de 10.000 hombres, bastante desmoralizados y mal armados. Proseguían en táctica de guerrillas, pero cada vez tenían menos ímpetu.



Conocedor de la situación, Juan de Austria comenzó a emitir bandos entre la población conminándoles a entregar las armas y ofreciéndoles un sospechoso perdón. Continuó ofreciendo suculentas recompensas para quien traicionara a sus líderes. En Fondón de Andarax, numerosos moriscos de la facción de El-Habaqui abandonaron las armas en mayo de 1570. Ibn Abbu ordenó ejecutar por traidor a su arráez El-Habaqui, quien solía hacer de enlace entre los moriscos y los castellanos, y recaía sobre él la sospecha de usar doble juego.

Aún sin concluir la contienda bélica, las autoridades castellanas comenzaron a diseñar un amplio programa para deportar a todos los moriscos de las zonas levantadas hacia otros puntos de Castilla.

Los escasos moriscos todavía en lucha fueron desplazándose hacia sierra Bermeja y la serranía de Ronda, donde se produjeron las últimas escaramuzas. En julio, los rebeldes saquearon Alozaina. En Septiembre fueron desalojados de la zona por las tropas del duque de Arcos. No obstante, Ibn Abbu y un pequeño grupo de fieles lograron escapar y regresar a La Alpujarra, resistiendo allí hasta principios de 1571.

Los Valoríes, el clan de Ibn Umayya, no habían olvidado la traición de Ibn Abbu. Embriagados por el espíritu de venganza, enviaron a Bérchules a El-Zatahari y El-Zenix, quienes lo asesinaron el 13 de marzo de 1571. En connivencia con los castellanos, rellenaron el cadáver con sal, lo entablaron sobre un caballo y lo llevaron a Granada, donde fue expuesto al público como escarmiento.

Una vez “pacificada” la zona, se completó la deportación masiva que afectó a todos los moriscos por definición, hubieran o no participado en las revueltas. Pero este desplazamiento no lo podían realizar por su cuenta, sino sujetos al programa diseñado por las autoridades. Los de Granada ciudad, su vega, valle de Lecrín, sierra de Bentomiz, sierra Bermeja, serranía de Ronda y Axarquía fueron enviados a Córdoba, y desde allí redistribuidos por Galicia y Extremadura. Los de Guadix, Baza, Huéscar, comarca del río Almanzora y sus alquerías, a Castilla La Vieja y La Mancha. Y los de Almería y comarca de Tabernas, a Sevilla.

Esta deportación masiva hacia las tierras interiores de la península fue el preludio del destierro general de los moriscos peninsulares, decretado por Felipe III en 1609. Pero esta vez sería ya el plan definitivo, y la expulsión se realizaría hacia fuera de los territorios peninsulares.

Con estos sucesos se puede decir que concluyó esta aventura, en la que perdieron la vida miles de hombres, ancianos, mujeres y niños, y otros tantos fueron apresados y vendidos como esclavos. Necio sería esperar otro desenlace habida cuenta de la enorme desproporción de fuerzas, lo que no es óbice para comprender las descabelladas empresas que es capaz de abordar una población, desesperada por el hostigamiento estatal contra su identidad como grupo social, y viendo pisoteados sus más elementales derechos civiles.

Algunos historiadores se han referido a estos hechos como Guerra de La Alpujarra, lo que a mi juicio resulta artificioso, pues por guerra se entiende un conflicto armado entre dos o más ejércitos estatales. Y este no fue el caso ni mucho menos. El descomunal contingente empleado para el aplastamiento de esta sublevación popular da cuenta del empeño de la monarquía española por exterminar la huella del Islam de sus territorios.

Una vez más, la compasión brilló por su ausencia.

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